No quiero que se interprete mi salida de las redes y de Spotify como una renuncia a mi presencia en Internet. Es, más bien, un intento de reivindicar un uso distinto de la tecnología. Una vez dije que el progreso no se discute, se acepta. Lo que sí podemos hacer, sin embargo, es preguntarnos qué es progreso y qué no lo es.
Tampoco quiero que se interprete este gesto como un gesto extraño. Simplemente siento que algo no está bien en todo esto, aunque no sepa muy bien qué es.
Siento que hay algo profundamente lóbrego en cómo nos trata la industria —y en cómo nos dejamos tratar por ella—; algo que no funciona en el papel que Spotify juega, no solo en la música, sino en el mundo; algo que chirría en el rol que desempeñamos los músicos en las redes y en lo que nos hemos convertido. No sé explicarlo con claridad. Solo sé que algo no está bien.
Este ecosistema nos ha hecho vivir bajo el peso de una hiperaccesibilidad ineludible, una vigilancia permanente y una autoexplotación constante.
Sobre la hiperaccesibilidad: la sensación de que siempre debes estar disponible para todo y para todos empieza a sentirse física. Es como cargar con una losa que, al principio, parece ligera pero que, con el tiempo, se vuelve insoportable. Quiero recuperar el control sobre cuándo y cómo estar accesible.
Sobre la vigilancia: la necesidad de que todos sepan qué haces, dónde lo haces y con quién lo haces me hace sospechar que hemos perdido el placer de hacer las cosas solo por hacerlas. En una canción de Viva Belgrado, El Relato, se preguntan: «Si un árbol cae sin testigos no hace ruido. Si vivo sin testigos, tal vez no he vivido, ¿no?».
Y sobre la autoexplotación, Byung-Chul Han lo explica mucho mejor que yo: en esta era de hiperconectividad, el «todo es posible» y el «si te esfuerzas lo suficiente, lo conseguirás» solo han logrado una sociedad agotada y autoexplotada. Ya no es el patrón de la fábrica quien te exprime ocho horas al día; ahora eres tú mismo quien lo hace dieciocho horas, bajo el mantra de que, si aprietas un poco más, lo lograrás. Hay algo perverso en todo esto que no sé describir del todo, pero que sé que está mal.
El algoritmo ya no se limita a las redes. No es solo TikTok o Instagram que, siendo diseñadas por algunas de las mentes más poderosas del planeta para volvernos adictos, todavía podría entenderse. Ahora todo es algorítmico. El simulacro ha superado a lo real. Todo está diseñado para exprimir hasta el último segundo de nuestra atención residual, y las interacciones se han convertido en gestos vacíos. La crítica se ha vuelto contenido y meme; el malestar, autoironía y parodia. Y en lugar de provocar, incomodar o transformar, ahora solo nos hace gracia.
Las redes han conseguido que la cultura deje de ser una expresión autónoma, independiente y única, para convertirse en un producto estandarizado, repetible y funcional.
También siento que las redes sociales han fracasado en su promesa de ser, precisamente, una red social. Son un escaparate donde puedes elegir entre el papel de bufón o el de voyeur. Unos crean contenido y otros lo consumen, construyendo así una inmensa red, sí, pero no de interacciones, sino de espectáculos. Las redes ya no sirven para socializar. Sirven al que quiere construir una marca personal, sea para mil personas o para un millón, o al que quiere espiar la de los demás. Pero ya no mostramos quiénes somos, sino quién nos gustaría ser. «Si voy a un concierto y no hay testigos, tal vez no haya ido, ¿no?».
Si a esto le sumas la lógica del rendimiento, el resultado es devastador: la falsa promesa de que lo único que me separa de tocar en el Primavera Sound es mi próximo Reel. Y el problema del próximo Reel es que, por definición, siempre será el próximo. La lógica es infalible y amargo: los que lo consiguen es porque “era verdad”. Los que no, es porque “se rindieron demasiado pronto”.
Las redes sociales ya no son redes sociales: son estructuras simbólicas de organización de la realidad. Nuestro nombre ya no es el que nos dieron al nacer, sino el que elegimos para Instagram. Vivimos tan convencidos de que este simulacro ha sustituido a la realidad, que alguien puede decir: «ayer quedé con Bocatadefuet» y no solo no nos sorprende, sino que entendemos perfectamente de quién habla. Nos relacionamos a través de la imagen que proyectamos en redes, no de la vida que realmente vivimos. Ya no importa lo que es, sino lo que parece ser. Las redes no son nuestra vida; la han reemplazado.
No me voy de las redes y de Spotify como renuncia ni como gesto reivindicativo.
Me voy, primero, porque quiero un retorno a lo lento, a la curación, a la disrupción, a la guerrilla, a lo rompedor. Quiero una experiencia más directa. Más real.
Me voy, segundo, porque puedo. La última vez que lo miré tenía menos de cincuenta oyentes mensuales y unos mil trescientos seguidores. Soy muy consciente de que mi papel en todo esto es, en palabras de Carlos Ares, «el de una miga del pan de cada día, de la gran panadería de los necios, que se creen importantes todavía». Como mínimo.
Y tercero, me voy por curiosidad. Tengo muchas ganas de explorar nuevas formas de presentar música al mundo. Lo que llaman “industria musical”. Quiero explorar formas de industrializar la música que sean más puras, más reales, más justas y más arriesgadas.
No, no es un clamor nostálgico. La nostalgia es la auténtica epidemia de nuestra generación. La que nos impide imaginar futuros posibles, la que nos ha convencido de que no hay alternativa. Causa o consecuencia de la cancelación del futuro. Hasta nuevo aviso. Pero esto ya lo dejamos para la próxima newsletter.